Un poco de prehistoria. A principios de los ’70, el Gobierno puso en marcha la Industria Nacional del Cemento, heredera de Cementos Vallemí S.A. que quebró a finales de los ’60. El entonces ministro de Defensa, Marcial Samaniego, ya estaba pidiendo un segundo horno de Clinker para asegurar la producción de un material considerado estratégico. Nunca le hicieron caso y medio siglo después, las remendadas instalaciones siguen siendo pasto de improvisaciones, compras compulsivas y adaptaciones que no llevan a ningún lado. Algo similar ocurre con Petropar y su planta de molienda de caña de Troche para producir alcohol absoluto. Año tras año, prueba y error, no pueden dar con el equipo apropiado. La producción, en consecuencia, marcha a los saltos.
Ambas “industrias” del Estado, en gran medida, no son sino sendos almacenes de equipo obsoleto con el cual es imposible programar una producción estandarizada, estable y respondiendo a las corrientes de demanda de un mercado en el cual operan empresas privadas de alta eficiencia. A eso se suma una plantilla de funcionarios la mayor parte de los cuales no cumplen una función requerida sino que operan como fuentes de captación de recursos para sus padrinos políticos.
Este formato ya no admite prolongación sino es a costa de fuertes inyecciones de dinero público o, peor aún, aumentando el endeudamiento del ente.