Por: Natalia Gill, consultora asociada de Potencial Humano S.A.

Escribo estas líneas no solo como consultora en gestión de personas, sino como madre. Hoy me toca acompañar a mi hijo en la búsqueda de su primer empleo, y estoy viendo con otros ojos lo que tantas veces trabajé desde el otro lado del escritorio.

Las nuevas generaciones llegan al mundo laboral con expectativas altas. Buscan oportunidades, sí, pero también respeto, claridad, humanidad. Y están hiperconectados: comparten lo que viven, lo que sienten, lo que los frustra o entusiasma. Lo hacen en redes, en grupos, en voz alta. Una mala experiencia en un proceso de selección no queda en silencio: se multiplica.

Y es ahí donde entendí aún más lo que siempre defendí: la experiencia del candidato importa. Importa para atraer talento, para construir reputación, para sostener una cultura organizacional coherente.

Cada paso en el proceso de selección comunica algo: la manera en que se responde (o no), la claridad del mensaje, el trato en la entrevista, el seguimiento o la ausencia de este. No se trata solo de cubrir un puesto, se trata de cuidar vínculos, incluso con quienes no quedarán seleccionados.

Algunas claves básicas que no deberían negociarse:

Tratar con respeto y empatía a cada postulante.
Comunicar con claridad desde el inicio.
Ofrecer feedback cuando sea posible.
Escuchar y revisar los propios procesos.

Hoy, más que nunca, quienes lideramos procesos de selección tenemos una responsabilidad. Porque estamos dando una primera impresión, no solo de la empresa, sino del mundo del trabajo. Y créanme: deja huella.

La experiencia del candidato sí importa (y ahora lo veo más claro que nunca)

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